viernes, 2 de enero de 2009

¡Epa ciudadano, cédula y contra el scanner!

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NELSON MÉNDEZ

[Publicado originalmente en EL LIBERTARIO, # 22, Caracas, 2001]

En febrero de 2001, finalmente el Estado venezolano anunció su decisión sobre el nuevo sistema de identificación personal que sustituirá al procedimiento de cedulación vigente desde mediados de la década de 1940. Ahora el tradicional documento se convierte en smart card que, según los promotores de su empleo, no solo nos pone en la vanguardia tecnológica en la materia sino que será un paso esencial en resolver los graves problemas que afectaban al viejo sistema. Esta argumentación ha sido aceptada sin mayor debate por la opinión pública nacional, y si se ha polemizado al respecto es en cuanto a si la empresa transnacional vencedora de la licitación oficial —la coreana Hyundai— ganó el concurso por mediación de padrinos bien retribuidos, o si son adecuadas las especificaciones técnicas del contrato, o si se cumplirá en el tiempo y con la calidad requeridas. Por lo demás, esa misma tónica de justificación en aras de la modernización tecnológica y la seguridad pública se venía difundiendo sin oposición visible desde mediados de la década pasada, cuando el gobierno de Caldera propuso una primera versión de «cédula inteligente», que al fin no se adoptó por la controversia en torno a manejos dolosos e incertidumbres técnicas en la contratación anunciada.

Pero en todo este asunto, se ha pasado por alto algo fundamental: preguntarse si efectivamente es necesario para la sociedad venezolana que el Estado perfeccione el mecanismo de control y vigilancia genérico que implica la cédula de identidad. La gran mayoría de la población asiente en este punto, ya que hace mucho ha estado sometida al discurso único del poder, según el cual vigilancia y control crecientes y en manos oficiales son indispensables tanto para la protección ciudadana como para el cumplimiento de funciones y servicios que de múltiples modos relacionan al Estado con los ciudadanos; pero algunos encontramos que precisamente la experiencia mundial y nacional de los últimos decenios evidencia que la intensificación de semejantes mecanismos no ha tenido efectos en mejorar la seguridad pública o la eficiencia operativa de los gobiernos, y más bien ese creciente poder estatal tiende a arrebatar libertades colectivas, que se ceden sin protesta principalmente por angustia ante una inseguridad desbordada, y sin pensar en que —gracias a ese miedo— el Estado perfecciona herramientas de sometimiento colectivo que dan soporte ideal al autoritarismo, y sobre las cuales no hay supervisión social posible. De hecho, si algún Estado hubiese mejorado sus capacidades reales de atender las necesidades colectivas, eso ha tenido muy poco o nada que ver con la ascendiente disponibilidad de recientes artilugios tecno-represivos.

Para comprobar que no es exagerado el temor ante lo que representa la nueva cédula, basta con fijarse en lo que trae como innovación esencial: la incorporación de un microcircuito electromagnético de contacto o microchip, que permite almacenar y recuperar un gran volumen de la información que el Estado maneja sobre cada ciudadano, sin que el usuario común del documento pueda tener idea o posibilidad de determinar qué cosas contiene esa banda magnética acerca de él. Que ello es así lo prueba el caso de Tailandia. En 1995 los gobernantes militares de ese país impusieron un sistema de identificación equivalente al que ahora viene en Venezuela, a cargo de Control Data Systems que desarrolló un banco de datos centralizado de la población del país —con acceso, entre otras cosas, a la información de impuestos, el registro de votantes, el registro de miembros de partidos políticos, la información de expedientes policiales comunes y políticos, los datos censales, los registros de lugar de habitación, archivos de minorías étnicas y extranjeros, ficheros de pasaportes y movimientos migratorios dentro y fuera del país, control de conductores, registro de armas, etc.— y un documento de identidad personal que por vía telemática puede confrontarse con ese banco de datos, desde cualquier lugar del país y por cualquier funcionario provisto del equipo respectivo. El Ministerio del Interior ha utilizado sin reservas esta tecnología para el control político y la represión a la disidencia, lo que desde entonces ha sido denunciado por la oposición interna y organismos internacionales de derechos humanos. Como secuela absurda de este caso, digamos que a raíz de la adopción de dicho sistema, la Smithsonian Institution y la revista Computerworld le confirieron al gobierno tailandés el premio anual que otorgan por «el uso innovador de la tecnología», que fue bien recibido y publicitado como desmentido a las críticas...

La coartada de un más eficiente funcionamiento institucional gracias a la conversión de la cédula en una «tarjeta inteligente», repite un procedimiento que reiteradamente han usado los amos del poder en Venezuela y en otros lugares: la innovación tecnológica como proveedora de soluciones simplificadoras ante problemas complejos, y además como justificativo de la ascendente intromisión del poder estatal en todas las dimensiones de la vida social. El cuento de la solución técnica milagrosa es viejo, y también la comprobación de que sin importar el updated hardware & software del cual dispongan las dependencias estatales criollas, su capacidad para actuar en algún sentido positivo a favor de la colectividad no ha hecho sino disminuir en los últimos 30 años. Por lo demás, la tecnología que todo Estado contemporáneo ensalza y adopta no es cualquiera, sino esencialmente aquella que fortalece el control centralizado que reducidas élites de poder aspiran imponer. Así, en este caso se aprovecha el colapso del viejo sistema de identificación para imponernos uno que facilita —en un grado inimaginable respecto a lo que teníamos— el potencial uso del documento de identidad en beneficio de un ejercicio autoritario y sin freno del poder.

Se engaña descaradamente a la opinión pública cuando la propaganda oficial describe como «imposible de falsificar» al nuevo documento, afirmación risible frente a lo que es hoy el estado del arte en el creativo mundo de los fraudes electrónicos. Además, bien se sabe que en Venezuela nadie se toma el trabajo de falsificar cédulas, puesto que los vericuetos de la corrupción y la desorganización institucional permiten a los interesados adquirir la más intachable y legal identidad que les convenga. Ni en la fantasía más alucinada se nos ocurriría pensar que una entidad como la tristemente célebre DIEX va a dejar de ser caldo de cultivo para esos negocios, a cuenta de las virtudes inherentes al microchip bolivariano. Se nos pretende convencer que el problema está en lo obsoleta de la cédula tradicional, mientras se deja en un discreto (o más bien encubridor) segundo plano la necesidad de imperativa transformación en los objetivos, funciones y procedimientos de los organismos estatales de identificación, que de cumplirse previamente hubiesen hecho más creíbles las hipotéticas intenciones racionales y positivas de la fulgurante cédula de la V República.

Con la instrumentación de este remedo de solución tecnológica la gran perdedora es la democracia, entendida como ejercicio efectivo de espacios de poder por los ciudadanos y sus organismos de participación directa, pues un modelo de control y vigilancia a las personas como el que implica la nueva cédula más temprano que tarde lleva a la restricción o imposibilidad de constituir esos espacios ciudadanos, para lo cual no faltarán pretextos de seguridad pública y/o eficiencia administrativa. Estafadores y pillos de toda índole sin falta encontrarán cómo eludir ese mecanismo, cuya plena operatividad va dirigida a restringir la disidencia político-social. Se dirá que hay preceptos legales (como el recurso al «habeas data» reconocido en el artículo 28 de nuestra donosa Constitución) que evitan una acción oficial torcida o autoritaria en este aspecto, pero la experiencia nacional e internacional indican que solo la acción organizada y consciente de las colectividades puede oponerse con eficacia a un medio que tan bien se presta a los fines de un Big Brother informatizado.

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